“Filosofía de la Revelación”
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DR. H. BAVINCK
LA IDEA DE UNA FILOSOFÍA DE LA REVELACIÓN
Hace algunos años, el conocido asiriólogo Hugo Winckler pronunció una afirmación audaz: "Dentro del desarrollo histórico de la humanidad, en realidad solo pueden distinguirse dos cosmovisiones: la antigua babilónica y la moderna, empírico-científica, que apenas está en proceso de formación."
El profesor berlinés vinculó a esta afirmación la idea de que la religión y la civilización de todos los pueblos en la tierra de Sumer y Acad tenían allí su origen, y que también la religión bíblica —tanto la del Antiguo como la del Nuevo Testamento— había tomado su contenido de Babilonia.
Esta construcción panbabilónica de la historia ha recibido, con razón, una seria oposición por parte de muchos, debido a su carácter sincretista y nivelador. Pero si esta afirmación mencionada se entiende en un sentido más amplio —es decir, que la cosmovisión religiosa y sobrenaturalista ha predominado entre todos los pueblos y en todas las épocas hasta tiempos más recientes, y que solo en los últimos ciento cincuenta años ha sido reemplazada en ciertos círculos por la empírico-científica— entonces contiene un elemento de verdad innegable.
Porque la humanidad, considerada en su conjunto, ha sido en todas las épocas profundamente supranaturalista; ni en el pensamiento ni en la vida le bastaba este mundo “de aquí”; siempre asumía que por encima de la tierra había un cielo, y detrás de las cosas visibles, un orden más alto y sagrado de fuerzas y bienes invisibles.
La divinidad y el mundo eran así estrictamente diferenciados, pero también estaban íntimamente relacionados; religión y cultura no eran poderes opuestos ni enemigos, sino que la religión era el principio de toda cultura, el fundamento de todo orden humano en la familia, el Estado y la sociedad.
Esta cosmovisión religiosa no era exclusiva del Oriente, como para que solo pudiera llamarse “oriental” o “antiguo-oriental”, sino que la encontramos en todos los países y entre todos los pueblos. Y las personas no la sentían como un yugo o una carga que los oprimiera; vivían con la convicción de que así debía ser y que no podía ser de otro modo. En general, no había entre ellos conflicto entre religión y civilización; la cosmovisión era profundamente religiosa, pero por ello también tenía un carácter “unitario”, armonioso, y confería a toda la existencia terrenal una inspiración y consagración más elevada.
El cristianismo no trajo un cambio en esto. Es cierto que adoptó una actitud negativa y hostil frente al mundo pagano, porque no podía asumir su cultura corrompida sin una purificación de principios. Pero aceptó la tarea de someter toda la existencia terrenal al reino de los cielos y ponerla al servicio de este; supo conquistar el mundo antiguo y penetrarlo con su espíritu.
En la Edad Media, aún quedaba suficiente realismo en la práctica de la vida, lo cual entraba en conflicto con un cristianismo impuesto desde fuera y no asimilado interiormente; pero, no obstante, nos muestran una cosmovisión “unitaria” que marcó toda la vida. Ya fuera que el cristiano medieval dominara el mundo o lo rehusara, siempre lo guiaba la idea de que el espíritu debía triunfar sobre la materia, el cielo sobre la tierra.
La Reforma introdujo una modificación: intentó transformar la relación mecánica entre naturaleza y gracia que enseñaba Roma en una relación dinámica y ética. Como la imagen de Dios en el ser humano no era un añadido sobrenatural, sino un componente esencial, la gracia tampoco podía consistir en un bien objetivo y sustancial, conservado por la iglesia, depositado en el sacramento y comunicado por el sacerdote.
Según los reformadores, la gracia consistía ante todo en el beneficio del perdón de los pecados, en la restauración del favor de Dios, en la disposición de Dios hacia nosotros; por lo tanto, no podía ser merecida por obras, sino únicamente otorgada por Dios y aceptada con fe infantil.
Frente a la objetivación material de los bienes de salvación, la Reforma volvió a poner énfasis en el sujeto religioso; reconoció nuevamente, si se quiere, la libertad del ser humano, pero no la libertad del hombre pecador y natural, sino la libertad del cristiano, del hombre espiritual, que ha sido liberado por Cristo y que, por ello, desea cumplir la ley en una vida guiada por el Espíritu.



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